“No nos han derrotado todavía”:
Poesía en días de ignominia en Ciudad Juárez
(Segunda parte)
Por Arturo Alvar
Salimos a la intemperie citadina, despiertos y vigilados por los policías. Como el infierno dantesco más profundo, Ciudad Juárez era un infierno blanco en los últimos días del año, como para recibir la madrugada entre ráfagas de sangre y viento, como si fuera el pueblo de Comala de Juan Rulfo, donde hace tanto frío que los que mueren ahí regresan del infierno por su cobija. Sólo que aquí ya no hay ficción, sólo la verdad de los días de ignominia en la urbe fronteriza.
Encontraba una tranquilidad en el paisaje, a pesar de todo, que no me habían dado las horas de luces de neón del antro controlado por los federales. Caminamos rumbo al automóvil de Alejandro, escarchado ya del parabrisas por tanta aguanieve que caía. Entraba una ventisca gélida por la montaña Franklin, los cerros juarenses estaban congelados hasta el tuétano. Fuimos a dejar a Francisco, con destino para mí desconocido, excepto que sabía por ellos que íbamos a pasar por la Avenida Panamericana, la que atraviesa el continente Americano entero.
En el camino, Francisco nos contó, no sin indignación, que posiblemente su familia tuviera que salir de la ciudad por una extorsión que habían recibido, de un día para otro, por parte de criminales, hacia su negocio familiar. Él Iba a ayudarlos en lo que necesitaran mientras se encontraba en México, antes de salir para Arizona a continuar sus estudios de literatura. Cuando nos despedimos, me quedé con dos ejemplares de su libro La memoria del cuerpo, sobre Salvador Elizondo, en la mano. Abrí entonces una página y leí: “El viaje de Homero hasta Joyce sólo puede convocar a una verdad: La literatura de occidente es la descripción del infierno”.
Pero no descendíamos hacia el infierno de lo que no existe, sino que ya estábamos inmersos en la zona de exterminio que está llevando a cabo el “Estado fallido” que impuso Felipe Calderón. En todo caso, la ciudad era más parecida a aquella urbe fronteriza que Roberto Bolaño narró como Santa Teresa en su última novela 2666 que, por cierto, designa en realidad a una zona dentro de Ciudad Juárez donde existe un plan empresarial para crear una metrópoli maquiladora: el experimento desatado por el capitalismo más salvaje existe, de facto, en aquella urbe. Es decir, una frontera (imaginaria) dentro de la misma frontera. Cuando llegamos a una encrucijada de la Panamericana, me sentí abismado. Las vías del tren que iban rumbo al Puente Negro quedaron atrás, más adelante el punto al norte más al norte del norte. Lejos del bullicio, de las ruinas de antros y de la noche que todavía auguraba algo de embriaguez, Francisco se despidió de nosotros. Uno para mí y otro para Eusebio Ruvalcaba, pensé, respecto del par de libros de crítica literaria que me había agenciado por parte de Francisco Serratos y que después leí de hospital en hospital, mientras caían nuestros seres más queridos.
Nos quedamos en el auto con los hermanos Macías. Ensayista por poetas, un buen intercambio literario. En el camino, Carlos (Macro) me hablaba de que teníamos que escribir todo esto, el testimonio de esta lucha que estaban dando los héroes de esta ciudad, sus ciudadanos, donde la poesía no sólo era útil, sino también necesaria. Había que preservar la frágil memoria, “si no lo hacemos, al rato van a decir que todos los muertos eran criminales”. “Frente a todos nuestros muertos, al final quedará sólo la palabra”, responde su hermano Rubén (Micro). La plática que afuera era un vaho de niebla petrificándose, adentro de la nave era un debate caluroso que encendía nuevamente la conversación.
Escapando como siempre (no se puede decir de otra forma a ese traslado), en un momento nos encontramos lejos de la encrucijada Panamericana, “Vamos a nuestra casa, está en la Edison, de regreso al centro”, dijeron los poetas en señal de invitación. Entrando a la colonia Hidalgo aparecieron las luces rojas y azules de las sirenas policiacas. “No te pares, sigue un poco más adelante, ya estamos por llegar”, dijo Rubén a Alejandro. “Vale madres otra vez”, pensé. Nos paramos en la entrada de la casa de los hermanos Macías que mantienen vivo el Colectivo “José Revueltas” en Ciudad Juárez.
Un vecino prendió las luces, lo que advirtió a los policías que había gente observando. Se bajaron, eran municipales que esta vez venían al mando de dos federales, ambos con los rostros encubiertos. Uno de ellos me dijo que era de Puebla, pero el mero comandante, que llevaba en su semblante la mirada de la muerte, discutía con Alejandro de manera hostil y degradante. “Ah, entonces te crees que sabes mucho”, le contestó el policía a Alejandro cuando éste le dijo que teníamos derecho a transitar sin ser molestados. “Mira, si queremos te podemos desaparecer”, sentenció el uniformado. Acudí entonces a la parte más humana de su compañero poblano. “Oiga, oficial, es navidad, no le haga, seguramente usted quiere estar con su familia. Igual que nosotros, mire, yo no soy de aquí, soy defeño, pero he venido a ver a mis amigos y a compartir con la familia que tengo en la frontera”. El policía, conmovido, habló entonces con su comandante, mientras que en el vecindario se prendieron las luces de otra casa. “Ya lárguense pues”, nos dijo un municipal cuando los federales se subieron de nuevo a su camioneta, pero ya estábamos afuera de la casa de los hermanos, por lo que pasamos a resguardarnos de inmediato. Son unos culeros, dijimos.
Relativamente más tranquilos, discutimos lo que nos había pasado: la detención más arbitraria; sobre la forma más “inadecuada” de cómo hablarle a un policía en esos momentos. Todo nos parecía una falacia cuando el punto fue que, en realidad, pueden tratar de inculparnos o desaparecernos. “El acoso cada vez es más pronunciado para activistas sociales”, nos dice Carlos, mientras Rubén platica sobre el compañero Darío, estudiante de sociología, quien fue baleado dentro de la Universidad por federales durante un Foro contra la militarización que se realizó en el campus.
Mencionaron también el asesinato de Marisela Escobedo. A unas calles antes de llegar a la central de autobús, sobre la avenida Casas Grandes, vi después la maderería quemada de un cuñado suyo y aún no asimilábamos el acontecimiento más paradójico: el cuerpo asesinado de la poeta Susana Chávez, uno de tantos en aquella ciudad donde muchas veces pintaron su frase “Ni una más, ni uno menos”, aparecido junto a un poste.
Brindamos entonces por los muertos, por los inocentes, por el dolor innombrable de estos tiempos. “Aquí estás embalsamada, casi real entre los árboles…. Así voy en mí misma, perdiendo la cuenta de tus huesos”, dice Susana Chávez, tocaya de la cantante de hip hop juarense Oveja Negra. “Son los tiempos, señor”, como le contestaba un arriero (y hermanastro) al hijo de Pedro Páramo, mientras aquél buscaba a su padre, rumbo a Comala, el muy bastardo. ¿Cuál es la salud de la poesía en Ciudad Juárez? Les pregunté. Se miraron el uno al otro, Rubén y Carlos, fronterizos de la generación de los ochentas dijeron: ¡salud!, mientras sacaban los poemas del bolsillo y se dejaban rendir por la poesía, pero no por el silencio:
Días de lluvia
I
Pasas los días amargos
Abres la ventana respiras la noche
El olor a salitre habita casa espacio
No nos han derrotado todavía.
II
Nada podrá ser como antes en Juárez
cerramos las puertas
nos han enfrentado
Tenemos miedo de nosotros mismos
afuera llueve
un día un viejo poeta nos dijo
las ciudades en lluvia son perfectas
con todo y ese argumento
ha llegado un olor a alcantarilla
cerraré las ventanas.
Carlos Macías
La mujer que se aleja
La vi bajar del punto más alto:
el tango es amargo
De uno de los dos lados no reconozco
ninguna línea que detenga este poema
al que sólo le falta tu nombre
Me detengo al tomarte de la mano
entre aquellos rostros imborrables
ningún sitio es el lugar de este amante,
el que sólo te escribe al sentirte cerca
A quién le importa que nos detengamos aquí
Si la monotonía sigue varias cuadras adelante,
chocando ventanas hundidas en el vacio
Esta frontera es
de quien no trae un peso en su bolsillo
el que trae el color de su amada en sus labios
Todo es necesario:
en esta calle que nos aleja de una herida,
el que habla un inglés impronunciable en medio del sol,
aquella cantina azulgrana donde bailamos jazz,
donde entendimos que la espera debajo de un puente es un ritual
en los ojos de este amante.
Rubén Macías
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