Primera parte
En estos días de ajetreos citadinos, se me ha desprendido un libro en dos partes, más por el azar de una vida ruda, llena de libreros y manos y ojos sobre él, que por mi propio maltrato (aunque, eso sí, lo anduve trayendo por aquí y por allá). Ahora no encuentro la parte de poesía, únicamente la prosa, de la obra de Renato Leduc, seleccionada por su propio autor. No recuerdo cómo llegó a mis manos. A lo mejor me lo vendió un librero-poeta cuando ya estaba entrado en copas, un día de exceso y poesía o de recogimiento y lectura, de todos modos habría valido la pena sólo por el encuentro con las letras de Renato Leduc.
Que una mujer te abandone a la suerte de la noche defectuosa yéndose de viaje al infierno más entrañable de este mundo: Cuidad Juárez; que la soledad que esto provocó hizo que el animal que traía por dentro me mordiera el corazón y lo hiciera sangrar (rescatando de la marea los versos del primer poeta que conocí cuando yo era nino y al primer hombre que vi morir cuando yo adolescente, llamado Pedro Zamora); que la ebriedad que agarré fue la consciencia de afrontar las heridas y a través del alcohol cauterizar las propias llagas; y lo demás podría sobrar.
Todo comenzó por circunstancias azarosas. Como todavía no hay miércoles de poesía, de pronto me vi con un boleto para asistir a la inauguración de la exposición de arte público del escultor Rivelino, en el Museo Nacional de las Artes (Munal). Cuando me bajé del metro pasé por el ya conocido pasaje de libros donde aún podemos encontrar a Pancho Zapata y a Martín Real, entre otros personajes literarios del centro histórico. Ahí estaban, acomodando en cajas los libros que no vendieron ese día, formando parte de ese encadenamiento de asombros que hacen posible la literatura. Sin embargo, no me detuve, me conozco, sé que empiezo a charlar y que el tiempo se vuelve como cerveza o tinto, más espesos que el agua pero para los sedientos eso es lo mismo.
Cuando atravesé el pasaje de libros, a un costado del Palacio de Minería, encuentro que el edificio del Munal ha sido “intervenido”, pero no me detengo mucho a ver el arte de Rivelino, sino que saco mi boleto y en la entrada me dejan pasar si problemas, pero efectivamente corroboro que el acceso es sólo con el pase. Esto me sorprende, les llamo a mis amigos para que se abstengan de venir, pues en ocasiones resulta que dicen que es evento exclusivo y a la mera hora dejan entrar a todos, pero esta vez parece ser que no. Ellos me dicen que están al fondo de una cantina y que no me escuchan, pero que al rato iba a presentarse un poemario en Regina.
En el patio del Munal, todo está dispuesto para sentirse parte de una élite. A la entrada, muchachas güeras, hijas de damas convencidas de que son de verdadera categoría, no “condechis” de ocasión, sino aspirantes a vivir en las lomas, ensayando gracias para atraer a algún ricachón altruista. No todos son así, repito, sólo a la entrada, pero en general el clima es tedioso, de susurros y vestidos largos. Advierto de cada lado del patio, al fondo, dos mesas generosas de botellas y meseros que están a la orden. A la tercera copa de vino, un mesero prefirió llenármela. Luego vinieron los bocadillos, divino escabeche, empanaditas de mole. Todo esto con los recursos públicos, por supuesto, vilipendiados por la institución cultural.
Con el primer whisky me cansé de mirar a gente airosa y mejor alcé la vista, ahí estaba Venus, el único cuerpo del cosmos que se alcanzaba vislumbrar. El edificio del Munal, imponente en sus dos primeras plantas, en la tercera está sostenido ya no de las severas columnas clásicas (aunque falsas, porque están integradas al muro del edificio), sino de las columnas jónicas u algún otro estilo que juega a ser la excepción (porque son verdaderas y sostienen arcos, mientras en las dos primeras plantas los techos son planos), como diciendo: esto está hecho para quienes decidan alzar la vista y dejen a un lado tanta banalidad almidonada.
Brindé a salud del fantasma del arquitecto del Munal y al segundo whisky decidí partir, no sin antes platicar a la salida con un junior-hipster, el único con el que crucé palabras, a quien le terminé donando un libro de poesía, ya que le tocó escuchar todos mis alegatos, que puedo condensar en una sola frase: intervenciones públicas frente a cocteles privados. En eso puede sintetizarse la política cultural del sexenio, sólo falta ver para qué han utilizado los recintos históricos como el Castillo de Chapultepec (para las tramas palaciegas), el Museo Nacional de Antropología e Historia (al que en más de una ocasión no pude entrar porque se iba a llevar a cabo un evento privado) o los recursos excesivos para la Estela de Luz que sólo ha dejado huellas de la mierda cosechada por los festejos pdel Bicentenario. “Deberías haber platicado con Rivelino”, me alcanzó a decir, mientras en la embriaguez las “raíces” blancuzcas que salían por algunos ventanales de la fachada del Munal, con la aparición de la luna se tornaron en tripas de gato (con las que hacen violines) o espermas gigantes bicéfalos (con los que uno de plano se tira al delirio).
Para encontrarme con mis amigos (no todos eran poetas), tomé camino para el callejón de Regina, todo el Eje Central. Rostros, rastros, restos, rastrojos, frente a la sensación plena de que el mar se adentraba. Me había dicho Ulises que iban a estar en la presentación de un poemario. Granda me lo confirmó. Un poemario para abrirse paso entre la noche. El bar La Bota estaba en pleno punto de ebullición cuando llegué, no sin antes perderme “entre calles y árboles y nombres y meses” como solía decirse Cortázar cuando escribía Rayuela. Unas mesas apretujadas al centro señalaban el punto de encuentro con la poesía. Y ahí estaban mis amigos, camaradas, mis ajenos y no sé si mis enemigos, pero me pareció verlos a todos, entre los artilugios dispuestos en las paredes del lugar.
Y disculpen la empatía con Absenti o Los Bastardos, pero llegué bien pedo. El amor por una mujer ausente ya me había exasperado. Aunque a diferencia del primero o los segundos, no soy irreal y nunca me he considerado bohemio, es decir, totalmente inofensivo o acólito del alcanfor. Demasiado bullicio distrae, sobre todo si en un coctel privado has bebido el equivalente a todo el vino de honor en una presentación pública. Pero no lo vuelvo a hacer, se los juro. Uno que es independiente no siempre tiene la posibilidad de embriagarse sin un solo centavo y a expensas del Estado, como me ocurrió a mí (¡a mí!) en aquel coctel privado de Rivelino.
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